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viernes, 15 de agosto de 2025

Los tigres del URUGUAY

  


Al principio las Sirenas, consideradas en los tiempos sin huellas, deidades de menor jerarquía, venían a descansar a la Bahía de Monte vide eu. Debido a desavenencias con Afrodita, un día abandonaron los mares de Grecia y en busca de una playa digna de sus divinidades encontraron esta ensenada en nuestras costas, y aquí comenzaron a reunirse. En aquel entonces las aguas de la bahía, verdes y cristalinas, llegaban mansas hasta las arenas tibias, que recibían sedientas la penetración milenaria del mar sobre la tierra virgen.
Las hijas de Nereo llegaban desde las profundidades de todos los mares. Siguiéndolas, fascinados, los marinos de barcos perdidos de antiguas civilizaciones, naufragaban y se hundían entre traicioneros arrecifes y ocultos bancos de arena, en fallidos intentos por alcanzarlas.
Cuando Apolo, fatigado de andar la ruta de los dioses, se perdía en el horizonte, y la fría palidez de Artemisa resplandecía en el firmamento con toda su belleza, emergían de las aguas ceñidas las sienes con diademas de oro, collares de perlas y pulseras de coral. Extendían sobre la arena sus colas escamadas que brillaban a la luz de la diosa con reflejos encantados y peinaban sus cabellos con peines de nácar.
Aguardaban pacientes a que el astro lunar presidiera el cenit, y entonaban sus cantos terribles y hechiceros, que se expandían sobre los mares hasta los más lejanos confines.
Entonces la Bahía era un cálido remanso, junto a una selva virgen rematada en un cerro agreste y vigilante.
Las Sirenas llegaban al anochecer. Ocultos entre el follaje, los tigres las observaban. Sanguinarios y feroces félidos, de mirada aguda y afilados colmillos, permanecían expectantes con los ojos fijos y las narices vibrantes, subyugados ante la visión de aquellas ninfas marinas ante quienes perdían su fiereza, doblegados como gatos, prudentes y sometidos.
Noche a noche se acercaban los tigres a observar a las Sirenas.

Un día, el pie de la criatura humana holló la tierra intocada y con ciega persistencia comenzó a bajar hacia la bahía. Se estremeció la selva, Se inquietaron los tigres. El mar se oscureció. Y ante la presencia del Hombre, las diosas comprendieron que habían perdido su refugio marino.
De las noches paganas en la Bahía de Monte Vide Eu, aún persisten los restos de barcos hundidos y las sombras gimientes de aquellos marinos en la eterna búsqueda de sus sirenas. Y está escrito en el agua, que una noche fatídica entonaron sus cantos de despedida, abandonaron la playa para siempre y se hundieron en las aguas del Río como mar, rumbo a los grandes océanos.
Y los tigres, las siguieron.

Ada Vega, edición 2000

lunes, 21 de julio de 2025

Casamiento accidentado

       


"...Conquistarán nuestra tierra, con risa pura , los negros;
con risa que es solo risa, Dios les aguarda riendo;
magia de risa les cría, negra noche, Dios sin ceño...
Dichosos los que se ríen, que dormirán sin ensueños!"

Miguel de Unamuno a Nicolás Guillén - Madrid 1932

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Había amanecido lindo en mi pueblo, el sábado aquél en que se casaba mi hijo, el menor. El sol tibio de abril, acariciaba manso las calles angostas, las casas bajas. Se filtraba como con timidez entre las ramas de los árboles, ya casi secas, en la plaza principal. Asomando entre los cerros, arrancaba reflejos dorados del campanario de la iglesia y hacía brillar los botones del uniforme del cabo, en la puerta de la comisaría. El día despertaba augurando felicidad.

Los preparativos del casamiento habían llegado a su fin. ¡Gracias a Dios! Porque hacía como seis meses que la patrona y mis gurisas no daban la ida por la venida con los arreglos del eminente acontecimiento. Que los regalos, los vestidos, el traje del muchacho, la iglesia. ¡La fiesta! Me he pasado firmando boletas de crédito. Diga que en el pueblo todo el mundo me conoce y me da fiado, ¡que si no! Pero era el gusto de mi mujer y era el primer hijo que se nos casaba.

Pensar que yo me casé con la madre de mis hijos por atrás de la iglesia. Digamos que me la robé, entonces yo tenía dieciocho años y ella dieciséis. Después formalizamos, cuando los mayorcitos iban a empezar la escuela. Para que tuvieran mi apellido, sabe, como manda la ley. Por la iglesia no, nunca nos casamos. El cura decía que estábamos en pecado, que para casarnos teníamos que confesarnos y arrepentirnos. ¿Qué íbamos a confesar, si todo el pueblo sabía que vivíamos juntos? ¿Y de qué nos íbamos a arrepentir, si habíamos sido felices? Dios nos habrá perdonado ¡nos mandó siete hijos! Si vinieron como penitencia ¡para nosotros fueron un regalo!

Siete muchachos criamos: cinco gurisas y dos varones. El  mayor y el menor ¡mire usted! Las dos puntas. Y el punterito chico rompió el cepo. Yo al principio me opuse:

—¡No señor, qué casorio ni casorio,  es muy gurí, tiene tiempo, que viva un poco primero! ¡Tiene tiempo!

Pero no hubo caso, el amor es así, cuando prende, prende. Y la madre que lo apoyaba:

—No es ningún gurí, ¿vos ya te olvidaste? Cuando nació el primero vos no habías cumplido los diecinueve ¡igual que tu hijo ahora!

Y qué iba hacer? ¡Que se case entonces! ¡Quiera Dios sea feliz como yo fui con su madre. Pero ahora la cosa está fiera, no es como antes, nosotros no teníamos nada, ni esperábamos más de lo que teníamos. En esta casa vivimos siempre. Aquí nacieron todos mis hijos. Pero ahora ¡hasta televisión color quieren los muchachos!

Bueno, la cuestión era que el día del casamiento iba pasando, de tarde venía el juez a casarlos en casa y de tardecita se casaban en la iglesia. Ya estaba todo pronto, la casa llena de gente —yo no sé de dónde había salido tanto invitado—, el juez en el comedor y los novios de la manito, de pie frente a él. ¡Cuando sucedió la hecatombe!

Abriéndose paso entre los invitados, una morena joven con dos negritos de la mano y uno en los brazos ¡que eran una gloria! Paró el casamiento.

Dirigiéndose al juez le dijo que el casamiento no se podía efectuar, porque el muchacho que se casaba era el padre de aquellos guises. Y ahí nomás se suspendió el casamiento civil. Le juro que no me quiero ni acordar. Mire, entre los desmayos, los gritos, los empujones, ¡fue un infierno aquello! La novia agarró a sopapos al novio que parecía que no entendía nada de lo que estaba pasando. El juez, yo y mi compadre, el Nacho, tratamos de calmar el relajo que se armó. Lo conseguimos a medias. La novia llorando a mares, no quería saber de nada, mi hijo o no sabía nomás lo que pasaba, o se había vuelto loco. Andaba como perdido. Yo lo agarré de un brazo y lo enfrenté a la morena.

—¿Conocés esta mujer? —le pregunté indignado.

—Yo no la conozco, ni sé quién es —¡me dijo delante de ella! ¡Qué indecencia, negar así a su propia mujer, a la madre de sus hijos! Sentí un dolor en el pecho, comprobar en mi propio hijo esa falta de dignidad, negar todos los principios que le enseñamos con la madre, yo…

—¿Quién es este hombre? —dijo la morena.

— ¿Cómo quién es? ¡Es el padre de tus hijos! —le contesté.

—¿Qué dice? ¡El padre de mis hijos es su hijo!

—¿A sí? ¿Y éste quién entonces? ¿No es mi hijo?

En medio de semejante lío, viene como del fondo de casa el Hugo, mi hijo mayor, que andaba en la organización de la fiesta de esa noche, ve a la morena y le dice, mientras toma en los brazos al niño que ella cargaba y acaricia a los otros dos.

—¡Tina! ¿Qué haces acá?

—Me dijeron que te casabas…

—¿Yo?

—Me dijeron…

Él le dio un beso y le dijo:

—Zonza, yo ya me casé contigo.

—Entonces vos… —le dije al Hugo.

—Sí papá, yo hace años que tengo mujer, que vivo con Tina. No sé, al principio no dije nada, después el tiempo fue pasando, siempre esperando que se diera una oportunidad, esas cosas ¿vio? Pero bueno, ahora ya lo sabe. Tina es mi mujer y estos son sus nietos.

Hubo que ir a buscar a la novia y a los padres para seguir con el casorio. El juez y los invitados no se habían ido esperando para ver como terminaba el  lío. Al fin los muchachos se casaron por el juez y de tardecita fuimos todos a la iglesia.

Mientras el cura les hablaba a los novios yo, que era el padrino , miré para la primera fila de bancos. Mi mujer con el negrito más chico en los brazos, lloraba, pienso que sería por la emoción de la boda. Nunca le pregunté. Tina y el Hugo con los dos negritos de la mano, sonreían felices y enamorados. Yo me puse a pensar que a ellos habría que armarles casamiento y bautismos. Me gustó eso de tener tres nietos de golpe. Clavado que el Hugo ya los habría hecho hinchas de Peñarol! Si, otro casamiento en puerta.

 Había amanecido lindo, en el pueblo, el sábado aquel  de abril.


Ada Vega, año edición 1995 

viernes, 4 de julio de 2025

Agustina, esposa de DIOS

  


Agustina era hija de un político que en su juventud participó, junto al gobierno nacional, en la gesta de 1904, cuando fue herido de muerte el General de poncho blanco. Hombre agnóstico, cerebral y austero, que le negó el sacramento del bautismo y la enseñanza católica. Debido a lo cual la niña aprendió a rezar con la abuela materna, mujer muy creyente, respetuosa de la ley de Dios, y recibió el bautismo y la primera comunión a ocultas de su padre; con la complicidad de su madre y la ayuda del Altísimo; cuando recién cumplidos los doce años pudo escaparse un domingo a la misa de once, mientras su progenitor andaba en sus giras políticas, por el interior del país.


La abuela de Agustina, desde que la niña tuvo uso de razón, le fue contando paso a paso cómo Dios creó el cielo y la tierra. Cómo de barro, hizo a Adán a su imagen y semejanza y de qué manera, con una costilla del Hombre, hizo luego a la Mujer. Le habló del Paraíso Terrenal donde los puso a vivir a crecer y multiplicarse y cómo por culpa de una manzana, aparentemente insignificante pero prohibida; que mordisqueó Eva y convidó a Adán, los echó del Paraíso sin más ni más, condenándoles a vivir en este mundo adolorido donde, pese a sufrir todo tipo de penurias, aún no se ha logrado conseguir el perdón del pecado original. Injusta herencia de nuestros primeros padres. También le contó la abuela cómo nació Jesús de una virgen, por obra y gracia del Espíritu Santo; su muerte en la cruz, para redimirnos de nuestros pecados y la promesa de una vida eterna, en el Reino de los Cielos, para los justos y puros de corazón. Pues la verdadera vida, le decía, no es esta que vivimos, sino la que nos espera después de la muerte.


Agustina escuchaba arrobada las lecturas que hacía su abuela de la Historia Sagrada, como de la existencia contemplativa que llevaron los santos y santas. Y en ese transcurrir fue sumergiéndose en una vida piadosa. Rezando día y noche por los rincones, rechazando la comida para hacer penitencia por el perdón de los pecados de vaya a saber quién y torturando con un cilicio, su tierno cuerpo de niña, para demostrarle su amor al Creador. Vivía, por lo tanto, con su cabecita en las alturas, ignorando que pertenecía a este mundo de hombres y mujeres con los pies sobre la tierra. Fue tal la devoción de la joven por el espacio celeste, con su cortejo de ángeles y arcángeles, de santos y santas en el reino del Dios Supremo, del cielo y de la tierra, que la abuela pensando que se le había ido un poco la mano al hablarle de la magnificencia de la vida que nos espera si nos portamos medianamente bien en esta, trató de explicarle a la nieta que tanta vehemencia no era necesaria para que Dios la escuchara y correspondiera a su amor.


Pues el Altísimo, le decía, nos ama a todos por igual. Que ella debía vivir la vida como todas las jóvenes de su edad. Pues el Creador no nos pedía sacrificar nuestro cuerpo con ayunos ni penitencias, sino que bastaba con que fuésemos justos y honestos. Pero ¡qué decir! A la abuela se le fue la mano, porque Agustina, en el paroxismo de su amor por Cristo, decidió un día entrar a un convento de clausura y así se lo comunicó a su abuela. Menuda decisión de la muchacha como para comunicársela al padre, agnóstico, cerebral y austero. La abuela intentó, por todos los medios posibles, de sacarle a la joven semejante idea de la cabeza. Explicándole que el matrimonio y la maternidad eran el verdadero destino de la mujer en esta vida. Que los santos y santas, le decía, y las monjas de clausura ya eran demodé.


La niña escuchaba con los ojos bajos y las manos juntas, rezando al Altísimo para que perdonara a la abuela el sacrilegio de sus palabras que, como Él vería, estaba ya muy viejecita y no sabía bien lo que decía. Mucho rezó la nieta y mucho conversó la abuela tratando de convencerla de abandonar la idea de vestirse de monja, entrar al convento y perderse para siempre en sus patios inhóspitos, sin saber, nunca más, cuando es de día ni cuando de noche. Sin ver nunca más florecer las rosas, ni el declive del sol en el ocaso, ni el brillo titilante que nos envían las estrellas. Por lo tanto, al no lograr que la nieta cambiara de actitud, con el alma compungida, no tuvo más remedio que trasmitirle la buena nueva a su hija.


Inés no ocultó su sorpresa al escuchar de su madre la decisión que había tomado la niña. Ocupada con sus otros hijos, la atención a su esposo y el gobierno de la casa pensó, tal vez, que se le había pasado por alto el grado de religiosidad al que había llegado su hija. Siempre supo que fue su madre quien la hizo bautizar y tomar la comunión, a ocultas de su marido. De todos modos, reconociendo que lo hecho había sido en pos de una buena causa, no le dio importancia ni lo comentó en su momento con el padre de la niña que, al enterarse, con seguridad hubiese hecho un tremendo escándalo. De manera que ante la decisión que, según la abuela, había tomado la joven de recluirse de por vida en un convento, no quedaba más remedio, que empezar por el principio y contarle al padre de la niña toda la verdad.


La madre de Agustina eligió el momento que le pareció más propicio para hablar del tema con su marido. Esto sucedió una noche después de cenar, cuando todos los hijos dormían y el matrimonio quedó de sobremesa en el comedor. Él encendió un puro, ella le sirvió un café y se sentó a su lado. El hombre la miró presintiendo una conversación fuera de lo cotidiano. La señora habló sin rodeos antes de arrepentirse. Agustina quiere entrar a un convento de claustro, dijo. Quiere ser monja y apartarse del mundo. El marido la seguía mirando. Atravesándola con los ojos. Callado. No sabía la buena mujer si el marido había entendido o no, lo que acababa de decir. Por las dudas, no se animó a repetirlo. El hombre seguía mirándola sin hablar.


Ella esperaba un estallido y al no suceder nada se asustó y se le llenaros los ojos de lágrimas. Se humanizó la mirada del hombre al verla sufrir. Le tomó la mano sobre la mesa y antes de que su mujer se pusiera a llorar le dijo: Inés, averigua todo lo que debas averiguar. Haz todos los trámites necesarios y si es real su vocación, déjala que se vaya. Recién comprendió Inés que su marido estaba al tanto de las enseñanzas de religión que la abuela le impartía a su nieta. Y aunque se abstuvo de averiguar hasta dónde estaba enterado, reconoció que su marid, tan rígido, tan cerebral y tan ateo, era también un padre justo y comprensivo. Pese a que en esa oportunidad, hubiese preferido verlo enojado, prohibiéndole terminantemente a Agustina, tan niña aún, su ingreso al convento.


Era el año 1927, Agustina tenía quince años y estaba decidida a profesar y encerrarse para el resto de su vida. Su decisión era irrevocable, pues, según decía, Dios la había llamado para ser su esposa. En el año 1856, provenientes de Italia, llegaron a Montevideo, junto con las Hermanas del Huerto de la Caridad, las Monjas Salesas de clausura. Primeras congregaciones de religiosas que llegaron a Uruguay. Hoy, a comienzos de 2012, en el Monasterio de La Visitación, en el departamento de Canelones, viven 13 monjas Salesas de Claustro. También, aquel verano de 1928, con dieciséis años de edad, ingresó Agustina al Monasterio de las Salesas para no salir nunca más. De todos modos, Dios tenía para Agustina otros planes.


El tiempo transcurría y Agustina en su celda del convento fue cumpliendo años. Rezando, haciendo penitencia, flagelándose. Sin hablar, sin levantar los ojos del suelo, rezando dos veces al día en su reclinatorio, los quince misterios del Rosario con sus letanías. Pidiendo a Dios clemencia por los pecados de la humanidad, sin saber siquiera a qué pecados se refería. Pues ella vivía ajena a las guerras, por riqueza y por poder, al hambre de los pueblos más pobres del planeta, a las luchas por la igualdad. Su mundo era pequeño, cabía en su propio aposento: exiguo rectángulo de paredes muy altas, donde apenas cabía una cama rústica y un mueble que hacía de mesa de luz y de cómoda. Sobre la cabecera de la cama, le hacía compañía un Jesús crucificado y a los pies de la misma, el reclinatorio.


También había, en lo alto de una de las paredes, una pequeña ventana enrejada, con vidrio fijo y postigo de madera, que se podía abrir y cerrar con la ayuda de un puntero, que durante el día dejaba filtrar a un poco de luz. De acuerdo a las reglas de cada congregación, las religiosas claustrales hacen votos de castidad, pobreza, humildad y silencio. Agustina tenía cumplidos los veinte años cuando, una noche de tormenta, se rompió el vidrio de la ventana de su celda que cayó al suelo hecho pedazos. No informó a nadie de dicho percance. El tiempo fue mejorando. Se acercaba la primavera y Agustina pegándose a la pared opuesta alcanzaba a ver, por el hueco que dejara el vidrio roto, un pedazo de cielo celeste. A veces dos estrellas y alguna vez, hasta tres. Y por primera vez sintió nostalgia de aquel cielo enorme que veía en su casa cuando era niña.


Recordó el sol y la luna, que nunca más viera. Las quintas de su barrio y los jardines florecidos. El arroyo de agua fresca que pasaba resbalando entre el juncal. Añoró el calor de su casa. Los patios embaldosados, abiertos al cielo, donde jugara con sus hermanos. Aquel padre severo que no le negó el ingreso al convento, como todos creían. Su madre, que lloró tanto cuando la abrazó al despedirse. Y la abuela. Aquella abuela alegre y sabia que nunca quiso aceptar su vocación de religiosa. La vocación de monja de clausura, le decía, donde se entra al claustro caminando y se sale, después de los votos perpetuos, solamente muerta, se cimienta viviendo en el mundo donde todos habitamos. Conociendo las dificultades de los más pobres por subsistir. Sufriendo sus carencias.


Las monjas renuncian al mundo y se entregan a Cristo por amor a Dios y a la sufriente humanidad. ¿Y qué sabes tú, dime, qué sucede en el mundo en estos momentos...? Una mañana, antes de levantarse, escuchó el arrullo de una paloma. Amanecía el nuevo día y en el alféizar de la ventana, una pareja de palomas construía el nido donde empollar los huevos. Todas las primaveras anidaban palomas en su ventana, pero era esa la primera vez que las veía. Nacían los pichones, los padres los alimentaban y les enseñaban a volar. Durante todo el año los oía arrullar. Y ella estaba allí, tan sola, tan quieta, rodeada de oscuridad y silencio. De pronto sintió el deseo de volar ella también. Volar a su casa, a los suyos. El deseo de verlos a todos.


Decidió que dejaría el convento y volvería a su casa por unos días. Esa primavera pasó y pasó el verano. Una tarde, al principio del otoño, Agustina dejó el hábito de novicia sobre la cama y después de cinco años, volvió a su casa. Toda la familia la esperaba. Se encontró rodeada de amor. Sin embargo, la casa de sus padres no era la misma. La encontró distinta. Sus padres y hermanos habían cambiado mucho. Solamente la abuela estaba igual, conversar con ella fue como volver a su niñez. En los primeros días, estuvo a punto de regresar al convento. Tan fuera de lugar, tan extraña se sentía. De todos modos, sucedió un hecho circunstancial que la hizo cambiar de idea. Leandro, un amigo de su familia, había enviudado en esos días, quedando con seis hijos pequeños.


Debido a su trabajo viajaba constantemente a Europa. Contaba con una buena posición económica, una casa muy grande y con empleados que atendían desde el jardín hasta la cocina. Sin embargo, aunque en la casa había también una niñera, necesitaba otra persona de confianza a quien encomendarle la custodia de sus hijos. El día que Agustina llegó a su casa, el señor Leandro estaba allí comentando con sus padres dicha preocupación y también le alegró el regreso de la joven. Al retirarse quedó pensando que Agustina era la persona ideal a quien confiarle sus hijos. Mientras tanto, en los días siguientes, la joven estaba a punto de volverse al convento. Se encontraba pensando el regreso cuando, una tarde, volvió el señor Leandro y le pidió, encarecidamente, que se encargara de sus hijos. Que él viajaba en los próximos días, le dijo, y ella le inspiraba gran confianza.


Le rogó que aceptara su ofrecimiento, pues estaba seguro de que era perfecta para ese trabajo. Agustina supuso que Dios la estaba probando. Le estaba dando la oportunidad de decidir entre quedarse para cuidar seis niños huérfanos o regresar al silencio y la soledad del convento. De manera que, en primera instancia, aceptó el pedido del amigo de sus padres. Y ese otoño, mientras el padre viajaba hacia el viejo mundo, se instaló en la casa. No bien llegó a su nuevo hogar, Agustina se enamoró de aquellos niños que, algunos tímidos, otros demostrando rebeldía, fueron poco a poco conquistados por aquella monja que durante años había creído que, en este mundo, amaría solamente a Dios.


Varios meses permaneció el señor Leandro de viaje. Al volver encontró su casa en orden como cuando vivía su esposa y los niños contentos y estudiando. También encontró cambiada a Agustina. No parecía la monja retraída que había vuelto hacía unos meses del convento. Se había convertido en una joven activa y alegre que gobernaba la casa como si hubiese nacido para ese propósito. Y pensó que podría llegar a enamorarse de la joven. De todos modos, fue y volvió de Europa varias veces, antes de darse cuenta de que, realmente, se había enamorado de Agustina. Al regreso de uno de esos viajes le confesó su amor y le pidió que se casara con él. Le dijo también que lo pensara y le contestara a su vuelta.


El señor Leandro estuvo tres meses viajando cuando anunció su retorno. Agustina estaba confundida, no acertaba a entender que sentimiento la acercaba al padre de los chicos que estaba ayudando a crecer. No era, por cierto, el amor de sacrificio y recogimiento que sentía por su Dios. De todos modos, fuese lo que fuese, Dios no quiso compartir su amor. Y la tarde en que Leandro volvía de Francia, el avión en que viajaba se precipitó en el océano.


Agustina se quedó veinte años regentando aquella casa. Ayudando a todos y a cada uno como si fuese realmente la verdadera madre. Recibiendo y dando amor. Enseñándoles a enfrentar las dificultades. Alentándolos. Compartiendo con ellos los buenos momentos. Enseñándoles a ser pacientes, justos y responsables. Cuando todos los muchachos terminaron sus estudios. Cuando encaminaron sus vidas. Cuando entendió que ya había cumplido con la prueba que su Dios le había impuesto, se despidió del mundo injusto y profano y volvió al convento de clausura de las Hermanas Salesas, a continuar con su primitiva vocación de monja claustral, que abandonara a los veinte años. Agustina, esposa de Dios, murió en su claustro pasados los setenta años de edad, entregada al fin, y para siempre a Dios, después de hacer sus votos perpetuos.

Ada Vega - año edición, 2012

lunes, 9 de junio de 2025

Malena








Dicen que Malena cantaba bien. No sé. Cuando yo la conocí ya no cantaba. Más bien decía, con su voz ronca, las letras amargas y tristes de viejos tangos de un repertorio que ella misma había elegido: Cruz de palo, La cieguita, Silencio. Con ellos recorría en las madrugadas los boliches del Centro. Cantaba a capela con las manos hundidas en los bolsillos de aquel tapado gris, viejo y gastado, que no alcanzó nunca a proteger su cuerpo del frío que los inclementes inviernos fueron cargando sobre su espalda. Alguien una noche la bautizó: Malena. Y le agradó el nombre. Así la conoció la grey noctámbula que por los setenta, a duras penas, sobrevivía el oscurantismo acodada en los boliches montevideanos. No fumaba. No aceptaba copas. Tal vez, sí, un café, un cortado largo, en alguna madrugada lluviosa en que venía de vuelta de sus conciertos a voluntad. Entonces, por filantropía, aceptaba el convite y acompañaba al último parroquiano - bohemio que, como ella, andaba demorado. Una noche coincidimos en The Manchester. Yo había quedado solo en el mostrador. Afuera llovía con esa lluvia monótona que no se decide a seguir o a parar. Los mozos comenzaron a levantar las sillas y Ceferino a contar la plata. Entonces entró Malena. Ensopada. La vi venir por 18 bajo las marquesinas y cruzar Convención esquivando los charcos. Sacó un pañuelo y se secó la cara y las manos. Debió haber sido una linda mujer. Tenía una edad indefinida. El cabello gris y los ojos oscuros e insondables como la vida, como la muerte. Le mandé una copa y prefirió un cortado, se lo dieron con una medialuna. No se sentó. Lo tomó a mi lado en el mostrador. Yo, que andaba en la mala, esa noche sentí su presencia como el cofrade de fierro que llega, antes de que amanezca, a compartir el último café. Me calentó el alma. Nunca le había dirigido la palabra. Ni ella a mí. Sin embargo, esa noche,al verla allí conmigo, oculta tras su silencio, le dije algo que siempre había pensado al oírla cantar. Frente a mi copa le hablé sin mirarla. Ella era como los gorriones que bajan de los árboles a picotear por las veredas entre la gente que pasa: si siguen de largo continúan en lo suyo, si se detienen a mirarlos levantan vuelo y se van. 
—Por qué cantas temas tan tristes —le pregunté. Ella me miró y me contestó 
— ¿Tristes? — la miré un segundo. 
—Tu repertorio es amargo, ¿no te das cuenta? Por qué no cantas tangos del cuarenta. Demoró un poco en contestarme. 
—No tengo voz —me dijo. Su contestación me dio entrada y seguimos conversando mirándonos a la cara. 
— ¡Cómo no vas a tener voz! Canta algún tema de De Angelis, de D’Agostino, de Aníbal Troilo. 
—Los tangos son todos tristes —afirmó—, tráeme mañana la letra de un tango que no sea triste, y te lo canto. Acepté. Ella sonrió apenas, dejándome entrever su conmiseración. Se fue bajo la lluvia que no aflojaba. No le importó, dijo que vivía cerca. Nunca encontré la letra de un tango que no fuera triste. Tal vez no puse demasiado empeño. O tal vez tenía razón. Se la quedé debiendo. Ceferino terminó de hacer la caja. 
— ¿Quién es esta mujer? ¿Qué historia hay detrás de ella? —, le pregunté. 
—Una historia común — me dijo. De todos los días. ¿Tienes tiempo? 
—Todo el tiempo. Era más de media noche. Paró un “ropero” y entraron dos soldados pidiendo documentos. Se demoraron mirando mi foto en la Cédula. 
—Es amigo —les dijo Ceferino. Me la devolvieron y se fueron. Uno de ellos volvió con un termo y pidió agua caliente. Me miró de reojo con ganas de joderme la noche y llevarme igual, pero se contuvo. Los mozos empezaron a lavar el piso. 
—Yo conozco la vida de Malena —comenzó a contar Ceferino—, porque una noche, hace unos años, se encontró aquí con un asturiano amigo mío que vivió en su barrio. Se saludaron con mucho afecto y cuando ella se fue mi amigo me dijo que habían sido vecinos y compañeros de escuela. Malena se llama María Isabel. Su familia pertenecía a la clase media. Se casó, a los veinte años, con un abogado, un primo segundo, de quien estuvo siempre muy enamorada. Con él tuvo un hijo. Un varón. La vida para María Isabel transcurría sin ningún tipo de contratiempos. Un verano al edificio donde vivía se mudó Ariel, un muchacho joven y soltero que había alquilado uno de los apartamentos del último piso. El joven no trató, en ningún momento, de disimular el impacto que la belleza de María Isabel le había causado. Según parece, el impacto fue mutuo. Comenzaron una relación inocente y el amor, como siempre entrometido, surgió como el resultado lógico. Al poco tiempo se convirtieron en amantes y como tales se vieron casi tres años. El muchacho, enamorado de ella, le insistía para que se separara del esposo a fin de formalizar la relación entre los dos. Sin embargo, ella nunca llegó a plantearle a su esposo el tema del divorcio. Después se supo el porqué: no deseaba la separación, pues ella amaba a su marido. Sí, y también lo amaba a él, y no estaba dispuesta a perder a ninguno de los dos. Esta postura nunca la llegó a comprender Ariel, que sufría, sin encontrar solución, el amor compartido de la muchacha. Un día el esposo se enteró del doble juego. María Isabel, aunque reconoció el hecho, le juró que a él lo seguía amando. Que amaba a los dos. Eso dijo. El hombre creyó que estaba loca y negándose a escuchar una explicación que entendió innecesaria, abandonó el apartamento llevándose a su hijo. María Isabel estuvo un tiempo viviendo con Ariel, aunque siempre en la lucha por recobrar a su marido y su hijo. Nunca lo consiguió. Y un día Ariel, harto de la insostenible peripecia en que se había convertido su vida, la abandonó. Me contó mi amigo — continuó diciendo Ceferino —, que por esa época la dejó de ver. Aquella noche que se encontraron aquí hablaron mucho. Ella le contó que estaba sola. Al hijo a veces lo veía, de su exmarido supo que se había vuelto a casar y de Ariel que continuó su vida solo. De todos modos, seguía convencida que de lo ocurrido, la culpa había sido de sus dos hombres, que se negaron rotundamente a aceptar que ella los amaba a ambos y no quería renunciar a ninguno. Tendríamos que haber seguido como estábamos —le dijo—, yo en mi casa con mi marido, criando a mi hijo, y viéndome con Ariel de vez en cuando en su departamento. Pero no aceptaron. Ni uno ni otro. Esa noche se despidieron y cuando Malena se fue mi amigo, me dijo convencido: — Pobre muchacha, ¡está loca! — Ya te lo dije: la historia de Malena es una historia común. Más común de lo que la gente piensa. Aunque yo no creo, como afirma mi amigo, que esté loca. Creo, más bien, que es una mujer que está muy sola y se rebusca cantando por los boliches. Pero loca, loca no está. Todo esto me lo contó Ceferino aquella madrugada lluviosa de invierno, en The Manchester. Malena siguió cantando mucho tiempo por los boliches. La última vez que la vi fue una madrugada, estaba cantando en El Pobre Marino. Yo estaba con un grupo de amigos, en un apartado que tenía el boliche. Festejábamos la despedida de un compañero que se jubilaba. La saludé de lejos, no sé si me reconoció. Cantó ha pedido: Gólgota, Infamia y Secreto. No la vi cuando se fue. Ceferino estaba equivocado. No quise discutir con él aquella noche: Malena estaba loca. Suceden hechos en la vida que no se deben comentar ni con los más íntimos. Podemos, alguna vez, enfrentarnos a situaciones antagónicas que al prójimo le costaría aceptar. Además, lo que es moneda corriente para el hombre, se sabe, que a la mujer le está vedado. Hace mucho tiempo que abandoné los mostradores. Los boliches montevideanos, de los rezagados después de la medianoche, ya fueron para mí. A Malena no la volví a ver. De todos modos, no me olvidé de su voz ronca diciendo tangos. Cada tanto siento venir, desde el fondo de mis recuerdos, a aquella Malena que una noche de malaria me calentó el alma y quisiera darle el abrazo de hermano que no le di nunca. Decirle que yo conocí su historia y admiré el coraje que tuvo de jugarse por ella. Aquella Malena de los tangos tristes. Aquella, de los ojos pardos y el tapado gris, que “cantaba el tango con voz de sombra y tenía penas de bandoneón.”


Ada Vega, edición 2007






viernes, 30 de mayo de 2025

Mistinguett

 



    (En la foto: Mistinguett, actriz, cantante y bailarina francesa. 1920).


Era invierno y casi noche. Apagué la computadora, las luces de la oficina, crucé la bufanda debajo del sobretodo y bajé a la calle. Los transeúntes, envueltos en sus abrigos, cruzaban apresurados. Subí por Sarandí hacia la Plaza Independencia rumbo a mi casa. Caminaba abstraído, con la mente en blanco, sin prisa, sin tiempo. La vi venir hacia mí, al cruzar la puerta de la Ciudadela. Era una muchacha alta y delgada, de ojos oscuros y cabello claro; vestía un tapado rojo fuego y botas altas de taco fino. La miré sin querer y me encontré con sus ojos. La seguí mirando porque ella no apartaba su mirada de la mía. Al cruzarnos se detuvo.
—Voy bien para llegar a Río Negro —me preguntó en un español afrancesado.
—No —le contesté sorprendido—, vas al revés. Río Negro queda cinco cuadras para atrás.
—Es por tu camino —quiso saber.
—Sí —le respondí obligado—, yo vivo un poco más adelante.
—Te molesta si vamos juntos.
—No, no. Por favor… vamos.
Comentó —mientras atravesábamos la plaza—, que hacía poco más de un año vivía en Montevideo. Era francesa y había venido enviada por su gobierno para suplir en la embajada de Francia, a una empleada que se jubilaba. La noche abrazaba la ciudad, no quise ser descortés y la invité a tomar un coñac en el bar Rex. Subimos al piso de arriba. El ambiente era agradable. Ella conversaba como si fuésemos viejos conocidos, se llamaba Madelein. Me contó que vivía con sus padres en un barrio de los suburbios de París, en una casa antigua, con sótano y bohardilla, con balcones pequeños y enrejados hacia la calle y un jardín, al fondo, con rosas y magnolias. Que, si bien extrañaba a su país, se había enamorado de Montevideo desde el mismo día que llegó. Dijo también que acababa de cumplir veinticinco años y estaba acostumbrada a viajar por el mundo desde muy pequeña, por eso tenía la facilidad de adaptarse a los distintos lugares donde tuviese que vivir. Hablaba con gran soltura. Cautivaba oírla. Su voz tenía ese suave acento que da la mezcla del idioma francés con el español. Dijo, entre otras cosas, que vivía en un departamento con la sola compañía de una gata mimosa, de tres colores, que tenía un ojo verde y otro amarillo. Una gata que encontró una noche al volver de la embajada, en la puerta del edificio, maullando de hambre dentro de una caja de zapatos. Que al verla allí tan chiquita e indefensa se la llevó con caja y todo a su departamento. Recordó que al tomarla en los brazos le llamaron la atención sus patas tan largas, con relación a su cuerpo y que al verla caminar se le ocurrió llamarla Mistinguett, como una actriz y bailarina francesa muy famosa, dijo, de la primera mitad del siglo pasado, que había asegurado sus piernas en un millón de francos. Cuando oí esto, yo que soy gardeliano, pude añadir un vocablo a la historia: conozco la existencia de La Mistinguett, le dije, fue una bailarina del Paris cabaretero del siglo XX, cuyo verdadero nombre era Jeanne Bourgeois. Sé de ella porque en el año 1929 Carlos Gardel, que se encontraba en Paris, intervino en un festival donde actuaron figuras relevantes como, La Mistinguett y Maurice Chevalier. También compartió cartel con ella en Niza, donde Gardel conoció a Charles Chaplín.
Al comprobar que yo tenía conocimiento de la existencia de su coterránea y había agregado a su relato un pequeño detalle, se le iluminó la cara, la vi reír abiertamente y sin dejar de mirarme dijo:
—¡Sabía que eras capaz de hablar más de cuatro palabras! También yo me sorprendí. Hacía mucho tiempo que nada me conmovía, nada me llamaba la atención. De todos modos, esa noche, en el bar de 18 de Julio y Julio Herrera y Obes, junto a aquella muchacha veinteañera que hablaba sin parar contándome su vida, como si fuese yo un joven como ella y no un viudo que había pasado los cincuenta, sentí como si algo en mí volviera a renacer. Volviera a tener presencia. En ese primer encuentro hablamos mucho, Madelein me contagió su magnetismo y también le conté parte de mi vida. La noche se alargaba y seguía su curso, fue entonces cuando ella me invitó a tomar un café en su departamento.
—Vamos — dijo—, me gustaría que conocieras a Mistinguett.
Yo no quería ir, ni quería quedarme. Me di cuenta entonces que el vivir aferrado a un recuerdo me había hecho perder la seguridad en mí mismo, que siempre había ostentado frente a las mujeres. También pensé que el hecho en sí, no comprometía en nada mi decisión de vivir solo. De modo que acepté y nos fuimos caminando a su departamento que, extrañamente, estaba ubicado en uno de los edificios de la circunvalación de la plaza Zavala, en plena Ciudad Vieja. Creo que mientras caminábamos me pregunté hacia dónde pensaba ir cuando me interceptó en la plaza para preguntarme por la calle Río Negro. De todos modos, ella a mi lado hablaba tanto que me distraje y no le pregunté. Después, ya no tuvo importancia.
Cuando llegamos al apartamento era pasada la medianoche. Hacía mucho frío y un viento huracanado soplaba sin tregua desde el mar. El apartamento de Madelein era pequeño pero muy confortable. Tenía un solo dormitorio y un living muy espacioso con muebles, alfombras y muchos adornos. La joven encendió la calefacción, puso un disco con música lenta y preparó café. El ambiente estaba dado. Ya nos conocíamos. Nos encontrábamos solos en la penumbra de aquella habitación. No cabían las palabras. Esa noche inauguramos una relación apasionada. Yo, reacio, seguro de que esa relación no perduraría. No sucedió así y ella, con el tiempo, fue enamorándose de mí. Deseaba vivir conmigo y que fuésemos a Francia, cuando ella cumpliera el plazo de su estadía en Uruguay. No sé si llegué a amarla realmente, si la amé y no quise perjudicarla o si simplemente tuve miedo y no me animé a seguir la vida con ella. Madelein era muy joven, muy hermosa, alegre y llena de vida. Vivía la vida soñando con el futuro, con hijos. Yo ya era el futuro, le llevaba más de veinticinco años, no albergaba venideras expectativas. Se lo decía. Que necesitaba a su lado un hombre joven como ella, con sueños, con esperanzas. Pero no ponía atención, no creía lo que le decía. Entendía que la felicidad no está en la edad que pueda uno tener, sino en desear o no ser feliz. Vivimos poco más de un año juntos y separados. Un poco en mi casa y un poco en la casa de ella. Un día le avisaron de Francia que tenía que volver a su anterior empleo en París. Lloró como una niña rogándome que fuera con ella. Diciéndome que si prefería, renunciaba a su empleo y se quedaba conmigo, que estaba segura de que yo la amaba, que no me cerrara al amor. Más de una vez estuve a punto de pedirle que se quedara conmigo. Más de una vez, por no verla llorar, estuve en un tris de decirle que iba con ella. Más de una vez. Y me contuve. Madelein se fue una primavera llevándose a Mistinguett y yo me hundí en la soledad y en la amargura. Durante mucho tiempo me escribió cartas desde Francia, que nunca contesté. Hace unos años recibí la última donde me anunciaba su próxima boda. No volvió a escribir. Nunca más. Hoy que han pasado tantos años de aquellos días de amor apasionado, sigo pensando que hice bien en no permitir que Madelein se atara a mi amargura. No hubiera sido feliz a mi lado. Ella fue una lucecita que alumbró mi vida en el momento en que más solo y perdido me encontraba. Yo no cambié, no hubiese cambiado nunca. Soy un tipo triste, solitario. Me regodeo con mi soledad. Sigo añorando la esposa que perdí, rehúso que otra mujer borre su recuerdo. Ni siquiera una mujer que me amó y pude haber amado. Vivo solo, no acepto a nadie a mi lado. No necesito a nadie. En mi casa solo tengo una gata que apareció hace un tiempo. Una gata negra, con el bigote y las patitas blancas. Al principio traté de echarla, de dejarla afuera, pero se empecinó tanto, tanto, en quedarse, que al final la dejé. Por un recuerdo querido que guardaré para siempre, de nombre le puse: Mistinguett.


Ada Vega, edición 2010

Blanquita por siempre

    


Blanquita era una morena de manos chiquitas y risa contagiosa. Blanquita era el guiso canario y el arroz con leche, el mate con tortas fritas y el dulce de boniatos. Blanquita era el sol. La inquieta llamita que calentaba los inviernos, cuando el viento golpeaba las ventanas de mi casa, junto a un arroyo Miguelete, todavía no contaminado y la calle Islas Canarias, se llamaba Ganaderos. Blanquita era la ternura habitando mi casa. La que nos bañaba cantando, nos limpiaba los mocos, nos amenazaba con una alpargata y nos contaba cuentos de negros guerreros, nos hacía merengues al horno y buñuelos de manzana.


Era nuestra infancia y nuestra adolescencia. Nuestra compinche. Inapelable juez de nuestras disputas de hermanos y abogado defensor a muerte de todas nuestras diabluras, cuando enfrentábamos alguna penitencia o pérdida de postre. Blanquita con olor a canela, nuestra. Única. Blanquita por siempre, así en la tierra como en el cielo. Era mamama. Así le decía Andrés, el más chico de mis hermanos. Y creo que fue ese mamama que la hizo quedarse para siempre con nosotros, ponerle una tranca a su corazón para el resto del mundo y entregarnos su amor, su tiempo y su vida.


Por aquellos años vivíamos en el Prado Norte, del otro lado del arroyo Miguelete, en una vieja casa con jardín enrejado al frente y un enorme fondo con frutales. En ese fondo pasó nuestra infancia. Mi padre era un médico pobre. Trabajaba en el Hospital de Niños y atendía en casa cobrando poco y nada, en un consultorio armado con sencillez en una de las piezas del frente. Había comprado esa casa con el dinero de la venta de un campo que su padre le dejara como herencia. Allí nacimos y crecimos mis hermanos y yo; en aquella vieja casa por cuyas paredes se entrelazaban las enredaderas, las santarritas y las madreselvas; envueltas en el perfume de la dama de noche, el canto de los grillos y el titilar de los bichitos de luz.


Blanquita vino de Florida mandada por mis abuelos, los padres de mamá, para que le diera una mano con mi hermana Elena, recién nacida. Y mamá, que aún no había cumplido los dieciocho años, le pasó el mando del hogar. Blanquita gobernaba con equidad, salvaguardando siempre el lugar de mi madre, obligándola muchas veces a ocupar su sitio de señora de la casa que ella descuidaba. Para no pagar una enfermera, mi madre había hecho un curso de enfermería en la Cruz Roja y trabajaba mucho con mi padre. Además, no le interesaban los compromisos sociales con el fin de figurar.


De modo que la morena nos adoptó a todos. Formó parte de nuestra familia y pasando por alto que mi padre se reconociera ateo, nos enseñó a rezar, nos leía la Historia Sagrada y en su momento, opinó que deberíamos concurrir a un colegio católico. Y así fue, alrededor de los siete años fuimos, cada uno tomando la Comunión. Mis hermanos con sus trajecitos azules, moña blanca en el brazo y guantes. Mis hermanas y yo, con largos y muy trabajados vestidos blancos y velos como de novias. Los preparativos eran todo un acontecimiento. Principalmente, para Blanquita que acompañaba a mi madre al "London – Paris" a elegir y comprar nuestros vestidos y trajes.


Pero fue cuando nació Andrés que se hizo imprescindible. Mamá tuvo un parto prematuro muy complicado que la hizo quedarse en cama casi tres meses. Por lo tanto, mi padre puso a Andrés en los brazos de Blanquita. Brazos que se hicieron cuna y muralla, creándose entre ellos una comunicación mágica. Sus corazones y sus mentes se fundieron. Se entendían con solo mirarse. Ella sabía de antemano todo lo que le iba a suceder a mi hermano. Y Andrés, que fue un niño muy travieso, era protegido, defendido y adorado por Blanquita, detrás de quien se escondía cuando mamá lo rezongaba por alguna de sus bandidiadas. De manera que cuando empezó a hablar, la llamó mamama y ella, a su vez, le decía: mi niño.


Recuerdo una tarde en que estábamos jugando en el fondo de casa. Andrés, que se había subido a un árbol, se le quebró la rama donde estaba a caballo y se cayó. Un instante antes de quebrarse la rama, Blanquita salió de la cocina corriendo y gritando: ¡Andrés! Yo era muy chica, pero noté algo extraño. La oí gritar y la miré, antes de que se quebrara la rama y mi hermano se cayera. Andrés no se lastimó, pero aprovechó la oportunidad para mimosear, dejar que la morena lo llevara en brazos y lo consolara en la cocina con algún dulce.


Esas cosas, incomprensibles para nosotros, pasaban muy seguido y naturalmente entre ellos. Un día, siendo todavía un niño de pocos años, mientras almorzábamos reunidos en la mesa del comedor, Blanquita al dirigirse a mi hermano le dijo: padre Andrés. Todos la miramos. Él no la oyó o no entendió y nadie le dio importancia al hecho. Años después, cuando casi al finalizar sus estudios secundarios anunció su deseo de ser sacerdote, mis padres se sorprendieron. Nosotros no entendimos mucho y ella se sonrió. Creo que supo de la vocación de mi hermano antes de despertarse en él, el llamado de Cristo.


Andrés se ordenó sacerdote y estuvo dos años en Neuquén, en la República Argentina. Cuando volvió nos dijo que lo habían designado para un pueblito en Italia por unos cinco años. La tarde que vino a despedirse, Blanquita le dijo que volverían a verse antes de que ella muriera. Andrés la abrazó y le dijo: mamama, me voy por cinco años, no para siempre. Ella le contestó que lo esperaría. Mi hermano no volvió a los cinco años. Hacía ocho años que se había marchado cuando Blanquita se enfermó. Fue una enfermedad larga y sin esperanza. Todas las noches ella y mamá rezaban el Rosario. En los últimos días, mamá rezaba sola y en voz alta, pues Blanquita casi no hablaba.


Una noche, en medio de un Ave María, llamaron a la puerta. Blanquita abrió los ojos y le dijo a mamá: Andrés. Mamá fue corriendo a abrir y allí estaba él. Como obedeciendo a un llamado, había volado desde un lejano pueblito de Italia solo para despedir a su mamama. Mi hermano entró al dormitorio de Blanquita. Se arrodilló junto a la cama, besó la cara mojada de lágrimas de la morena que guardó el último suspiro para esperarlo y, en un susurro, decirle:
—Bendición mi niño.
—Mamama, mamama —le dijo mi hermano, apretando entre las suyas las manitas chiquitas de aquella negra que tantas veces lo acariciaron, aquellas manitas que lo recibieron cuando nació, las manitas que se despedían para siempre de su niño Andrés.
Ego te absolvo, de los pecados que nunca cometiste, y te bendigo, en el nombre del Padre, vas a conocer la gloria de Dios primero que yo, y del Hijo, espérame en el cielo, mamama, y del Espíritu Santo, como me esperaste en la tierra. Amén.

Ada Vega, edición 2004

miércoles, 9 de abril de 2025

Amado Nervo

 



                       AMADO NERVO en Montevideo - Uruguay

         27 de agosto 1870, México - 24 de mayo de 1919, Montevideo



"Cuando Amado Nervo conoció al Uruguay y Uruguay conoció a Amado Nervo, ya habían acontecido en la vida del poeta, los dos mayores sucesos de su vida. El hallazgo de su amada y la partida definitiva de su gran amor.

En diciembre de 1918, luego de acreditarse en Buenos Aires, viajó a Montevideo y presentó aquí credenciales al entonces Presidente doctor Feliciano Viera, acreditándose como representante diplomático de México, con el rango de Ministro Plenipotenciario.

Por entonces nuestra ciudad tenía una vida intelectual activísima, y la llegada de una figura de renombre mundial, joven aún (tenía 48 años), agradable con dones de caballero sin excesos, centro de toda reunión, poseedor de una cultura excepcional, que atraía y mucho a las mujeres y todo eso en las vísperas del Congreso Americano del Niño, se le comprometió para una conferencia que se esperaba con ansiedad y cuyo producto tenía un destino benéfico.

Lamentablemente, nunca disfrutaría Montevideo de ese privilegio. Amado Nervo tomó un departamento en el lujoso Parque Hotel, inaugurado diez años antes. Se alojaba también en el Hotel, el Secretario de la Legación, Dr, Enrique F. Freysman. No había reunión importante donde Nervo no estuviese presente. En el campo literario, Montevideo vivía, merced a Amado Nervo, una temporada inolvidable en todo el verano de 1919

El pleno reinado del romanticismo, las mujeres no contenían las lágrimas cuando el eximio poeta recitaba:

“La cita”.

¿Has escuchado?

Tocan la puerta…

La fiebre te hace

Desvariar.

—Estoy citado

con una muerta,

y un día de estos ha de llamar…

Llevarme pronto me ha prometido;

A su promesa no he de faltar…

Tocan la puerta. ¿Qué? ¿No has oído?

—La fiebre te hace desvariar…

………………………

O aquella “Gratia Plena”:

Todo en ella encantaba, todo en ella atraía:

Su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar…

El ingenio de Francia de su boca fluía.

Era “llena de gracia” como el Avemaría:

¡Quién la vio no la pudo ya jamás olvidar!

………

……...

¡Cuánto, cuánto la quise! Por diez años fue mía;

Pero flores tan bellas nunca pueden durar!

Era llena de gracia como el Avemaría,

Y a la Fuente de gracia de donde procedía,

Se volvió…como gota de agua vuelve a la mar!

……………………………………….

O aquel grito de angustia, remordimiento y rebeldía del poema:

”Por miedo”.

La dejé marchar sola

…y sin embargo, tenía

Para evitar mi agonía,

La piedad de una pistola.

Tuve miedo, es la verdad;

Miedo sí, de ya no verla,

Miedo inmenso de perderla

Por toda una eternidad.

Y preferí no vivir,

Que no es vida la presente,

Sino acabar lentamente,

Lentamente de morir…



Mayo de 1919, en Montevideo se celebraba el Congreso Panamericano del Niño y Nervo era el delegado de su patria. Para el martes 20, estaba programada una conferencia del poeta con fines benéficos. Sin duda, el acto iba a constituir un acontecimiento cultural. Nervo estaba enfermo. Y hubo de postergarse la conferencia, que ya no se realizaría más. Su par, Rubén Darío, había muerto tres años atrás. La bien amada, Ana Cecilia aquella que le hizo exclamar: “La trenza que le corté y que celoso guardé…” reposaba desde el 8 de enero de 1912, en el cementerio madrileño, cerca del Guadarrama. En sus confidencias Nervo lo ha dicho, sufría el remordimiento de lo que él llamaba su cobardía. Por el largo período que fue desde el último día de agosto de 1902 en que la conoció hasta su muerte más de diez años después, casi nadie supo de aquellos amores; vivieron una intimidad en secreto. Nunca la sacó de la sombra. Fue solo de él. Pero la conciencia le reprochaba no haber tenido la decisión de colocarla en su plano social. Cuando dijo su secreto, fue gritándolo. Con desgarramiento. Y el eco fue un trueno y el perdón de ella vino en la inmortalidad de su confesión pública. Ese libro se llamó “La Amada Inmóvil”.

Y cada mañana los diarios informaban con pesimismo. Todos intuían que aquel hombre extraordinario, gloria de la poesía junto con Darío, en la Américas y en España, declinaba inexorablemente.

El secretario de la Legación no dejaba ni un momento solo al enfermo. Desde Buenos Aires había llegado un sobrino de Nervo. Cuenta el biógrafo del poeta, su compatriota Hernán Rosales, que cuando se acercaba inexorable la hora definitiva, un destacado artista uruguayo, muy católico, le propuso al enfermo la presencia de un sacerdote.

Nervo aceptaba siempre que no hubiera confesión. Insistió el uruguayo amigo y el secretario, ateo convencido, le solicitó que cesara en sus intentos. Cuando el Dr. Freysman se alejó buscando un medicamento que no se podía hallar, nuestro compatriota vino con un jesuita.

Nervo aceptó una imagen de la Virgen de Guadalupe. La mantuvo entre sus manos y en ese momento retornó el secretario de la Legación y exigió la terminación de la visita. El poeta pidió ver el mar, abrieron una ventana y desde el 2º piso del Parque Hotel contempló brevemente el río. Corría una brisa fría, de modo que comenzaron a cerrar la ventana. Eran las 9 y media de la mañana del sábado 24 de mayo de 1919. Amado Nervo había muerto.


Al conocerse el deceso del poeta, el Parlamento celebró una sesión urgente. Esa misma tarde, la Asamblea General, por unanimidad, aprobó un proyecto de ley disponiendo que las exequias se llevaran a cabo en la puerta de la Universidad, que los honores a tributarse fuesen los de Ministro de Estado, que se le llevara provisoriamente al Panteón Nacional y que en una nave de guerra se le trasportase a México. El presidente de la Asamblea era el Dr. César Miranda literariamente “Pablo de Grecia” poeta destacado, firmaba como Prosecretario el Dr, Raúl Jude. Y ese mismo día a las 8 de la noche, el Poder Ejecutivo con la firmas del Presidente de la República, Dr. Baltasar Brum y los Ministros, Dr. Daniel Muñoz y Gral. Guillermo Ruprechet, promulgaba la ley.

Toda la tarde y una noche, se veló el cadáver en las puertas de la Universidad, con las puertas de la Universidad orladas de negros crespones. Las banderas de Uruguay y de México, desde el piso alto, llegaban hasta el suelo de la vereda. El féretro totalmente cubierto de flores. Y los aspirantes navales, rindieron permanente guardia de honor.

En una cureña, el ataúd fue conducido al Cementerio Central. Y antes de depositarlo en el Panteón Nacional, hablaron don Juan Zorrilla de San Martín, el Ministro brasileño Dr. Cyro de Acevedo y por el Poder Ejecutivo el Dr. Daniel Muñoz. Terminada la ceremonia fúnebre, se comenzaron los planes para dar cumplimiento a la ley que mandaba llevar a su patria los restos del poeta.

Nuestro gran escultor propuso construir un gran ataúd de mármol nacional, el que tendría encima, en bronce, el rostro del poeta. La concepción era enorme, y de hecho aquello iba a ser ataúd y mausoleo. Aceptada la idea, se destinaron materiales y marmolistas del Palacio Legislativo, entonces en construcción, y bajo la dirección de Zorrilla, en jornadas multiplicadas, se finalizó obra tan inusual.

Entre tanto, por canales diplomáticos, se elaboró un plan a nivel continental. Y así fue como, llegado el momento de la zarpada, el crucero “Uruguay” recibió a bordo aquel féretro marmóreo de tonelada de peso, que fue embarcado con honores militares. Comenzó a navegar nuestro crucero, llevando a bordo a toda la Escuela Naval. Le prestaba escolta con la misma Escuela argentina, un crucero del país hermano. Al llegar a Río, el “Barroco”, con futuros marinos brasileños, se sumó al convoy. Ya frente a Cuba, el crucero “Patria”, con los cadetes navales cubanos, se unió a aquella quizá nunca vista escuadra naval. Y frente a las costas venezolanas, un barco de guerra de ese país, con la Escuela naval a bordo, siguió la estela de las otras naves.

En un reportaje que realizamos en 1941 al entonces Jefe de la Misión Diplomática Mexicana en nuestro país. Dr. Del Río, nos decía que “México nunca podría olvidar la apoteosis montevideana junto a los despojos del poeta Amado Nervo, y la grandiosidad de una travesía marítima sin antecedentes en el mundo, llevando en un buque de guerra uruguayo, que escoltaban naves de las Armadas de cinco naciones americanas, un gigantesco féretro de mármol con los restos de uno de los mayores poetas nacidos en tierras de habla española”.

De lo que fue aquello tan singular y memorable, los sucesivos encuentros con otros muchachos de las Armadas de Países sudamericanos, la llegada al puerto de Veracruz, en México, el viaje de las cinco Escuelas Navales, por tierra, rumbo a la capital, en convoyes ferroviarios que, en plena revolución de Zapata, tuvieron que ser protegidos, marchando delante en avanzada de un kilómetro, una locomotora – exploradora. De toda aquella peripecia tenemos relatos de algunos actores de la extraña expedición. A la hora de entregar definitivamente a su patria, al gran poeta, los mejicanos presenciaron un espectáculo de una naturaleza como quizá no existan parangones. Eran otros tiempos. Y la criatura humana tenía otras reacciones. Había sitio en el mundo para los poetas. Y había quien agonizaba de amor.
 

Texto extraído del libro·"Unas Crónicas Históricas." de Juan Carlos Pedemonte, periodista y escritor uruguayo. 1911 - 2003.

Ada Vega - 2020



En el bosque de Chapultepec, reposa el poeta en el ataúd – mausoleo, construido de mármol uruguayo por José Zorrilla de San Martín y sus colaboradores, los marmolistas que en la época trabajaban en la obras del Palacio Legislativo. con la inscripción al pie: "Al poeta Amado Nervo- Uruguay”.